Los diez soles


Me esfuerzo por recuperar el instante, entre los anillos de humo o las burbujas del juego de aquellos soles pequeños, mis hijos. El pasado tortuoso de plagas, calamidades y castigos se desvanece ante tanta felicidad. Han pasado tantas cosas desde aquellas oscuras tinieblas que solían habitar en mi corazón imperioso, pero ahora no reconozco su sabor, su forma, ni siquiera puedo imaginarme a mí misma como aquel monstruo. Me complace decir que aquello ya no me hace sufrir.

Todo es diferente ahora, ya no tengo tiempo para preocuparme por mí misma ni para desinteresarme. Ante esos soles, mi ser comienza a diluirse, porque mi perspectiva como madre pesa sobre todo lo demás.

Mi trabajo dentro del equilibrio cósmico consiste en lavar a esos niños estelares, uno a la vez y sin descanso, en aquel Valle de la Luz, al este de todo. Froto sus pequeños y luminosos cuerpos con calma y dedicación, y cada día esta sencilla tarea se transforma en jardines cálidos y perfumados, en la tranquilidad de las montañas, en la lozanía de las bestias afables, en la inmensa quietud del alma de los hombres.

Llega el final de la tarde, el pequeño elegido se cobija entre las ramas grises de aquel gigante verde dormido, enrojece a lo lejos antes de sumirse en un profundo letargo. Mañana será el turno de otro de sus hermanos.

Sin embargo, la espera a la que se someten para recibir la atención de su madre se transforma en un anhelo inmenso de mostrar su magnificencia. Tan pronto como surge una idea consensuada, se ponen en marcha, llevándome con ellos para compartir mis cuidados diariamente.

Su resplandor es supremo, pero el calor combinado de los diez soles hace que la vida en la tierra sea insoportable. La agonía en aquel infierno de fulgurantes rayos deja a los hombres desahuciados, perdiendo toda fe en el milagro.

Entonces, la esperanza se desvanece con la última gota de sudor, y un ágil arquero llamado Yi decide enfrentarse a mis hijos. Así, uno a uno los derriba, y en el cielo no queda más que cenizas de lo que una vez ardió. ¿Qué será de mí, que ya no siento ni siquiera la precisa sensación de la muerte? Ahora solo me ahogo en su recuerdo y en la nostalgia de aquellos hijos que ya no tengo. En esta eternidad del espasmo, solo me queda un sol al que cuidar, esperando la muerte del ágil arquero mientras me ahogo en la angustia de dejar de ser yo misma, frente a la vida mortal que ahora se le ha otorgado.

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