La soledad de Nüwa

Una vez que el universo logró ordenarse gracias a los esfuerzos de Pangu, quien extendió sus extremidades para sostener el suelo y el cielo, nació Nüwa, la primera diosa. Describir todos los encantos prodigados por esta divinidad requeriría al menos un día entero para leerlos. Por lo tanto, nos limitaremos a decir que poseía un cuerpo humano con una cabeza y torso grácilmente estilizados. Su cabello lacio y negro se extendía por todo su inmenso cuerpo y se enredaba en sus extremidades inferiores en forma de cola de serpiente.

Nüwa tenía la capacidad de adoptar formas variadas, cambiando al menos 70 veces al día. Era desde frondosos árboles verdes hasta olorosas magnolias aromáticas. Era el brillo de la arena bajo el sol, el retumbar de los pájaros en los bosques vacíos, el sonido del manantial recién surgido de la montaña y los caminos sin explorar de una tierra virgen y solitaria.

Sin embargo, la verdad absoluta era que, aunque pudiera crear imágenes inefables, la soledad era un dolor que carcomía su corazón ansioso de compañía.

Un día, Nüwa paseaba taciturna con la forma del viento, girando en un torbellino por el cielo despejado. Los árboles se mecían de manera divina, creando una melodía indescriptible con el choque de sus ramas. De repente, algo llamó su atención: un pequeño estanque. Recuperó su forma original y se sentó en el borde, contemplando una imagen sublime: una figura idéntica a la suya imitaba sus movimientos con perfección. El estanque se llenó de amor y Nüwa lo expresó en versos interminables. Fue así como surgió la idea del hombre, a partir de la imitación de su propia figura, brindándole una respuesta para mitigar su encarnada soledad.

De inmediato, Nüwa se percató de que cerca del estanque había un exceso de barro desbordándose. Entonces, se le ocurrió dar forma a esa masa, muy similar a la suya propia. Sus deseos se transfiguraron en aquellos muñecos, otorgándoles vida, la vida presente en el aire, en la callada respiración de las rosas, en el vapor de los altos montes humeantes, la vida en todas partes y para siempre, la vida misma en aquel barro.

Una vez que los colocó en el suelo, las figurillas comenzaron a moverse. Tenían los ojitos tristes y gemían como si fueran un grupo de mudos, pero Nüwa comprendió su mensaje. Llenos de alegría, celebraban el nacimiento de una nueva vida y adoraban a su ahora madre.

La creación de Nüwa era portentosa y decidió llamarla "ren" (persona). Estos seres no eran inmensos, escamosos, torpes o bestiales, más bien se asemejaban a los dioses en su apariencia y movimientos.

Satisfecha con el resultado obtenido, Nüwa se obsesionó con dar forma al barro para aumentar la cantidad de "ren", ya que la alegría que estas criaturas le proporcionaban era un fruto delicado, dulce y adorable. La diosa nunca volvió a sentirse sola. Y así, las huellas de sus pequeñas figuras comenzaron a cubrir el mundo.

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