Traición




Gula observa con horror el monstruoso uso que aquella bruja hace de sus enseñanzas curativas. Inanna le había informado sobre esa desaliñada mujer, cegada por el orgullo y el amor hacia un hombre que ya la había olvidado. Gula no aceptó de inmediato la verdad, ya que aquella mujer era su favorita, y la traición por su parte no le sentaría bien.

Pero ahora, ya no había duda, solo quedaba esperar el destino proclamado por sus iguales en la cúspide de la bóveda celeste. Solo quedaba verla desvanecerse sin que ella lo supiera. Poco a poco, el bálsamo de vida que ella le regaló se desvanece con los vientos de su desgracia.

El guerrero es valiente, enérgico y ha enloquecido a la bruja. No es culpa de ella tampoco, lo irracional siempre surgió de su pecho, nadie se lo heredó ni lo contaminó. El guerrero es y no es lo que ella ama, ella lo ha reclamado, no debió haber sucedido, pero ella ya no entiende razones, ha sido engañada y la diosa ya le ha otorgado aquel conocimiento prohibido.

Ahora llora su suerte, creyendo haber alcanzado a su perdido amante, pero solo tendrá un puñado de sal en medio de las cavernas de la muerte. Ella le habla muy despacio al oído, en ese susurro de pájaro donde todo se confunde, él la escucha con atención, absorto en las ilusiones que ella le fabrica. Gula desea intervenir y poner fin a todo, pero Inanna toma su brazo y niega que sea el momento.

"El castigo tiene que ser", le susurra sobriamente. Gula entristece al ver la decadencia de la mujer. El guerrero se levanta y, con movimientos mecánicos, toma la daga para arrancar el corazón de aquella bestia lista para el sacrificio. Se miran petrificados, y en la mirada de la mujer parece haber triunfo. La imagen de esa total enajenación se revela ante Gula como la traición de la humanidad.

El guerrero se desviste lentamente, ya bañado con la sangre de la bestia. Ella extiende los brazos para encontrar su cuerpo, desnuda, se coloca encima de él, lo besa y recorre su cuerpo entero con besos. Luego, al separarse, agotados, ella murmura:

"Me perteneces, eres mi señor, siempre lo has sido".

En ese momento, el velo que ciega sus ojos, oscuros como la noche, se ilumina y revela a la mujer que yace a su lado: sus pómulos caídos, los ojos blanquecinos y una fatiga total en la piel. Asustado, él toma el puñal y ante los ojos de la diosa, la bruja cae con una herida mortal en el pecho, mientras el esposo reencarnado corre enloquecido por el desierto.

"Te lo dije, los conjuros y rituales son para aliviar el cuerpo vivo. Los muertos no nos pertenecen".

La bruja lo observa, en medio del horror, pues ha comprendido su evidente traición.

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