Dos formas de vida



Días transcurrían en medio de una acalorada discusión dos campesinos, vestidos con andrajos sudorosos que siempre tenían las espaldas y las axilas empapadas. Conversaban sobre la forma de vida que cada uno había forjado con el tiempo. Kirán vivía a base de mentiras que prodigaba en cada frase, mientras que Hari, temeroso de Brahma y de conciencia estrecha, se esforzaba por vivir con los modestos frutos de su arduo trabajo.

Kirán intentaba convencer infructuosamente a Hari de que la vida llena de trucos y engaños era más agradable y dulce, sin preocuparse por ningún delito. Sostenía que vivir de esa manera era más factible y digno. Sin embargo, Hari refutaba su idea argumentando que vivir de forma engañosa no brindaba tranquilidad, ya que tarde o temprano llegaría el castigo. Afirmaba que enfrentar a los Rakshasa no se comparaba con vivir honestamente, incluso si eso significaba padecer la peor de las miserias.

Kirán se reía, ya que no creía en historias destinadas a asustar a los niños, al menos eso decía entre risas. Así continuaron discutiendo durante mucho tiempo, ya que ninguno quería ceder en su punto de vista. Decidieron resolver su enfrentamiento buscando la opinión de terceros que se cruzaran en su camino.

-Namaste, humilde amigo. Perdona que te importunemos, pero ¿podrías ayudarnos a resolver un asunto sobre el cual mi amigo y yo hemos estado debatiendo durante mucho tiempo?
-Namaste, también. Por supuesto, díganme.
-¿Cómo crees que debemos vivir, de forma honrada o deshonesta?
-Definitivamente, es imposible vivir con honestidad. La maldad es sin duda más fácil. Mira aquí, tenemos que trabajar todos los días para nuestro señor y, en cambio, no hay tiempo para trabajar para nosotros mismos.
-Ves, el hombre lo ha dicho aquí, tu postura es incorrecta.
-Tal vez tengas razón, pero no me convence. Debemos vivir de acuerdo con las indicaciones de Brahma. No cambiaré mi camino pase lo que pase.

Continuaron su camino agreste en busca de un pueblo cercano que les proporcionara alimentos. Kirán, con su conducta torcida, obtenía ganancias ilícitas por donde pasaba, mientras que el buen Hari apenas conseguía algo. El hambre se convirtió en una bestia voraz que atacó al buen hombre, quien rogó por un pedazo de pan. A Kirán le sobraba, pero, ansioso por darle una lección, le pidió algo a cambio.

-¿Qué es lo que quieres? Pídeme lo que sea.
-Un ojo, eso es lo que deseo.
-Tómalo, porque de qué me serviría si no puedo comer. Seguramente moriré.
Así, como un ave de rapiña, se acercó con un cuchillo y le arrancó el ojo, dejando una cuenca vacía y sangrante. Luego, le entregó el trozo de pan. Sin embargo, el hambre volvió a apretar a Hari, y mientras él sufría, Kirán, rebosante de maldad, le dijo:
-Dame tu otro ojo y te daré más pan.
-Ten piedad, ¿de qué puedo servir ciego?
-Eso no es mi problema. Solo piensa que el pan está cerca, solo debes pagarlo.
El hambre lo estaba volviendo loco, y entonces sentenció:
-Quítame el otro ojo, si no temes la ira de los dioses.

Satisfecho con su pago, el malvado ser siguió su camino, alejándose del ahora ciego compañero y abandonándolo a su suerte. Así, en medio de la oscuridad, Hari rezó fervientemente a sus dioses, pidiendo protección en esa terrible desventura que le había sucedido. Rezó mientras caminaba lentamente por la selva abandonada y llena de depredadores, hasta que una voz se compadeció de él.
-La crueldad que te ha sido infligida, buen hombre, no puede pasar desapercibida. Sigue caminando en línea recta y llegarás a un estanque. Lava tu rostro en él y recuperarás la vista. Junto al estanque hay un gran roble, sube a él y no bajes de ninguna manera hasta que amanezca.

Hari siguió las instrucciones. Caminó lentamente pero con determinación en línea recta y encontró el estanque. Allí, lavó su rostro herido y cuidadosamente limpió las dos cuencas vacías. Mientras quitaba las costras de sangre formadas por la herida, poco a poco el alivio comenzó a surgir en su piel. El agua fresca aliviaba inmediatamente el inmenso dolor que lo aquejaba, y sorprendentemente, gradualmente fue discerniendo siluetas hasta que finalmente recuperó por completo la vista.

Aquello había sido un milagro, y, devoto y agradecido, rezó sus oraciones frente al pequeño estanque y luego subió al roble indicado para esperar el amanecer. La oscuridad se hizo presente y, de repente, los árboles comenzaron a agitarse como si alguien enorme los estuviera moviendo a su paso. Hari permaneció inmóvil, abrazado al gran roble, mientras unos susurros se acercaban hacia él.

Inesperadamente, la monstruosa figura de un depredador se hizo presente. Tenía la cabeza de un tigre y el cuerpo de un gigantesco y musculoso humano. Era una manifestación del mal, y su crueldad y salvajismo se mostraban claramente. De pronto, la imponente figura pareció escuchar lo que podría ser su próxima víctima, y por un instante Hari temió por su vida. Sin embargo, rápidamente entendió que la bestia olisqueaba hacia el lado opuesto de donde él se encontraba. Entonces, trepó a un árbol cercano y desde la copa pudo ver brillar los tremendos ojos felinos amarillos de la bestia, esperando a su presa.

Lo que sucedió a continuación era algo que Hari no esperaba. A lo largo del camino, divisó a Kirán, el mezquino y cruel hombre, jugueteando con una pequeña bolsa de cuero rebosante de monedas. Probablemente, conociendo su corazón malvado, había logrado estafar a alguien en el camino. Por un momento, el corazón de Hari se llenó de indignación al ver la sonrisa en el rostro de Kirán, pero al instante siguiente recordó la bestia que esperaba por él y su indignación se transformó en lástima.

La bestia se descolgó de la rama en la que se encontraba agazapada y de un zarpazo abrió la barriga de Kirán. Este gritó de terror al ver sus intestinos salir por el sangriento corte de carne y grasa. La bestia continuó su festín y lo arrojó al suelo, mientras Kirán seguía con vida.

Hari, estupefacto, observó aquel horrendo banquete horrorizado, pero obedeció el mandato de la voz que le había devuelto la vista y no bajó del roble hasta el amanecer. Cuando finalmente amaneció, la bestia ya se había ido y Hari estaba seguro de que lo que había presenciado era el castigo de los dioses sobre esas bestias conocidas como Rakshasa. Continuó su camino, dentro de los límites respetuosos de la vida y las leyes divinas

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